
BUENOS AIRES -- Todo estaba preparado para la fiesta. El regreso oficial de Ortega, la posibilidad de que el Burrito como sucedió- se asociara nuevamente con Gallardo, la chance de liberar de presiones a Buonanotte, la convincente retórica de Fabbiani, quien profetizó sobre su futuro que iba a ser el goleador (y en ese rubro empezó a cumplir), la inesperada vuelta al fútbol y al club de otro jugador emblema como Matías Almeyda, en fin, todos condimentos que le aportaban al debut de River en la Sudamericana un toque especial, mágico, esperanzador.
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Ni siquiera Ortega salvó la noche (Fotobaires.com) |
Sin embargo, los guiones de los últimos años de su vida estuvieron teñidos de dramatismo. No ha podido dejar al margen esa dosis de fatalidad. Nunca. Por más auspicioso que sea lo que disputa, y aunque, a priori, todo esté dado para que sea el optimismo el gran protagonista. Las ostentosas mesas terminan con cenas frugales. Nada de dosis épicas. Mucho menos de finales felices. El redundante epílogo muestra, inexorablemente, caras largas, muecas de desconcierto, descargas de ira que parten de exacerbados hinchas hartos de indigestarse con frustraciones. Que van ataviados para una gala y que se retiran con una mochila insoportablemente pesada sobre sus espaldas. Es un estigma incomprensible. Que lo persigue con metódica saña. Y que siempre consigue imponer su despiadado fin. Se burla de los merecimientos. Juegue bien o juegue mal, la historia es recurrente. El funcionamiento de River puede ser bueno, regular o malo, pero el destino no se modifica.
También es cierto que las cosas no suceden por casualidad. Y justificar un traspié apelando a la escasa fortuna se puede hacer una o dos veces, no más. El caso de este equipo, más allá de que la noche del miércoles no haya merecido perder, es el producto de una sucesión de desaciertos dirigenciales y conductivos. Si no, piense en lo siguiente: River vibró, se emocionó y funcionó al ritmo de alguien que regresó al club porque lo habían echado. Ese Ortega que dejó la institución por sugerencia del DT de turno (Diego Simeone) y por aceptación de los directivos que manejan el fútbol, fue la estrella de la noche. La gente coreó su nombre y se deleitó con cada gambeta. Hasta se ilusionó en el primer tiempo, cuando el físico le respondía sin reticencias, porque se dio cuenta de que aún tiene mucho para darle a la gente.
Pero claro, el panorama real, el que está exento de cuestiones afectivas, vuelve a hablar de un rojo en el balance. El primer chico de este mano a mano con Lanús lo perdió. Y jugando en casa. Por eso tendrá que ir en busca de una utopía al Sur de la Provincia de Buenos Aires. Con un equipo inestable en lo defensivo, sin las respuestas anímicas adecuadas. Porque, créame, cuando la adversidad empieza a asomar su nariz, el clima se enrarece en abruptamente. La fiesta se convierte en duda y la esperanza en desazón. Los negros nubarrones van sembrando incertidumbre hasta que cumplen con su cometido. Primero aparecen las vacilaciones, luego el nerviosismo, una sensación de pesimismo generalizado hasta que ocurre lo previsible. "Es increíble, en las copas River tiene que cargar siempre con es estigma", me comentaba a la salida del estadio un ex jugador. Es así, tan incomprensible como infalible. Y nunca falla...
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